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Un Entierro

 

Villa tenía una memoria extraordinaria —

Un indio los iba siguendo.  ¿Quién era el indio?

ALBERTO ESTABA seguro que podía jugarles una buena broma a sus dos primos: Sóstenes y Melquiades. El, Alberto, era un joven muy inquieto que siempre buscaba la manera de divertirse sanamente. A sus dieciocho años, sabía que había otras formas de divertirse pero no le parecían muy sanas. Tomando sotol, por ejemplo, del que había en abundancia en ese tiempo —años 20s—, o frecuentando antros donde la atracción principal, además de las bebidas alcohólicas, eran las féminas de la vida alegre. Tenía sus principios morales muy bien definidos, pero eso no evitaba que fuera un joven alegre y dicharachero. Era el alma de las fiestas y reuniones que se celebraban en la comunidad.

Fue en una de esas reuniones donde escuchó una conversación llena de misterio y de fantasía que le pareció muy interesante. Se trataba de un entierro de dos costales de “alazanas”, —monedas de oro— de Pancho Villa; se aseguraba que este señor acostumbraba enterrar sus tesoros en lugares inimaginables; que se hizo acompañar en esa ocasión de tres de sus hombres desechables, es decir, de los que ya no necesitaba. Cargaron una mula con el tesoro y se introdujeron entre los vericuetos del agreste terreno, subiendo y bajando cerros y lomas. Villa tenía una memoria extraordinaria, —según el cuento—, nunca se le olvidaba nada. Así que para él no era necesario hacer un mapa o derrotero de los lugares donde escondía sus tesoros. En esa ocasión un indio los iba siguendo sin que ellos se dieran cuenta, y este indio sí iba dibujando un mapa. Fue testigo de cómo Villa mató a los hombres que lo acompañaron y los enterró junto con el oro, y cómo después que cubrió el hoyo, sacó un frasco con agua “bendita” y roció el sepulcro con un esparcidor de esos que usan los curas, invocando al mismo tiempo los espíritus del más allá para que tuvieran buen cuidado de las “alazanas”. ¿Quién era el indio? Nunca se supo, dicen que el derrotero andubo de mano en mano y que nadie pudo encontrar el entierro.

Pues bien, Alberto anduvo pensativo por algunos días, dándole vueltas a la idea de la broma. Se le miraba solo, caminando por la orilla del río, por entre los árboles, subiendo y bajando lomas. En su casa se encerraba en su cuarto y hacía dibujos en un cuaderno: cerros, lomas, caminitos con árboles, una roca aquí, otra más allá, tantos pasos hacia el norte, tantos pasos hacia el sur. Hasta que logró hacer un derrotero que le gustó. Inmediatamente fue en busca de Sóstenes y Melquiades, y con un ánimo digno de mejor causa, les expone el plan:

—Nos haremos ricos —les dijo, —miren, aquí traigo el derrotero, son dos costales de “alazanas”. No le digan a nadie, yo ya sé dónde está el entierro, todo lo que necesitamos es una mesita de madera pero sin clavos.

—Yo tengo una —dijo Sóstenes, —nomás le quitamos los clavos y ya.

Melquiades muy animado, se ofreció a llevar un pico y una pala.

—¿Cuándo? —Preguntó Melquiades.

—Esta misma noche —dijo Alberto, —aquí nos vemos como a las diez; yo ya estoy preparado, ya me aprendí de memoria “las doce verdades del mundo” para rezarlas al revés y al derecho, y la mesita nos va a decir dónde exactamente está el entierro.

—Bueno, pero ¿qué tienen que ver “las doce verdades del mundo” con el entierro? —preguntó Sóstenes.

—¡Oh! que si tendrás la cabeza dura, —dijo Alberto, —¿qué no sabes que los tesoros están custodiados por los espírtus del otro mundo y que el rezo sirve para alejarlos del lugar para que podamos sacar el entierro sin problemas? Caray, cuándo vas a aprender. —Y se aleja a grandes pasos, impresionando aún mas a sus víctimas.

Se reunen a la hora indicada. Alberto va provisto de una lámpara de petróleo y los guía con pasos lentos siguiendo el curso de un arroyuelo que está seco.

—Menos mal que no ha llovido, —dijo Alberto a media voz.

—La suerte nos acompaña, —dijo Melquiades también a media voz

Sigilosamente caminan unos minutos más, así, medio agachados. De pronto Alberto se detiene, el barranco que forma el arroyo mide unos dos metros de altura, saca el derrotero que trae doblado en la bolsa de la camisa, y lo extiende en el suelo y lo consulta a la luz de la lámpara.

—Ya estamos cerca, —dice, —no tengan miedo, más adelante está un sauce llorón, ahí nos salimos del arroyo.

El viento al pasar por entre las ramas del árbol produce un ruido así como de gemidos intermitentes, como si estuviera llorando. Melquiades y Sóstenes se ponen nerviosos al oir las quejidos del árbol. Al llegar al árbol salen del arroyo y Alberto vuelve a sacar el derrotero y les indica:

—Miren, aquí está el sauce llorón, de aquí se cuentan cincuenta pasos hacia el sur, allí debe estar una roca no muy grande que sale del suelo.

—Pero hay muchas jaras y ramas, —dijo Sóstenes.

—Pos a ver cómo le hacemos, —dijo Alberto, —tenemos que encontrar esa roca, síganme.

Con algo de dificultad se abrieron paso a travéz del jaral, y ya junto a la roca, Alberto coloca la mesa con mucho cuidado para que no se caiga, pues no tiene clavos.

—Todo está listo, —dice Alberto, susurrando, poniéndole drama al asunto. —Pónganse aquí junto a mí, cierren los ojos y oigan lo que oigan, no los abran, voy a rezar “las doce verdades del mundo”, una vez al derecho y una vez al revéz, no abran los ojos para nada.

Estuvo murmurando casi inaudiblemente por un buen rato y de vez en cuando le daba golpesitos a la mesita. Después que hubo rezado “las doce verdades del mundo” tres veces al derecho y tres al revés, golpeó la mesita con fuerza y clavó una de las patas en el suelo sin mucha dificultad puesto que el terreno era blando. El ruido que produjo la mesa al caer tomó por sorpresa a Sóstenes y a Melquides y se desplomaron cayendo de rodillas temblando de miedo.

Alberto, con una amabilidad que no sentía, los tomó de los brazos y los ayudó a ponerse de pie.

—No se preocupen, —dijo a media voz, — yo también tengo miedo, lo bueno es que los espíritus ya se fueron y nos han dejado el camino libre.

—Miren, aquí mero está el entierro sin lugar a dudas, —y les muestra la pata de la mesa medio clavada en la tierra.

—Pónganse a escarbar ya; según el derrotero el tesoro no debe estar muy hondo, cuatro pies a lo más, yo tengo que seguir rezando para que los espíritus no nos molesten, no tengan miedo, estaré bajo del árbol.

Alberto va y se sienta en el suelo bajo el sauce, se quita el sombrero y se revuelve el pelo emocionado; le parece increible lo que está sucediendo. Goza del momento a placer, pero también siente algo de temor, la noche es muy obscura, y de tanto escuchar el ruido que hace el árbol, ya no sabe si los gemidos vienen de ahí o de otra parte. Pero se sobrepone a esos sentimientos encontrados y decide continuar con la broma. Sóstenes y Melquiades, pasado ya el momento de terror, se concentran en la tarea de sacar el tesoro bajo la tenue luz de la lámpara. Su concentración es tan perfecta que se olvidan hasta de Alberto que está “rezando”. Alberto decide que es tiempo de llegar al climax de la broma y les lanza un silbidito que comienza apenas audible y que poco a poco va subiendo de volumen. Luego una serie de silbidos muy fuertes: ¡¡fuiii fuiii!! fuiii!!

—Alguien chifla, ¿oiste?, —dijo Sóstenes, deteniendo un poco la labor.

—Es Alberto, —contestó Melquiades, —ha de tener miedo.

Alberto se levanta y con mucho cuidado para no hacer ruido, rodea el lugar y se coloca exactamente en el lado opuesto, y luego se escucha un grito que al igual que el silbido, comienza despacito y va aumentando de volumen hasta convertirse en un estentóreo grito:

—¡¡Sóoooosteeeeeneeeees!!

El pico salió volando por un lado y la pala por otro. Sóstenes y Melquiades llegaron a sus casas todo rasguñados, con la ropa hecha girones y casi sin aliento pidiendo agua con azúcar para bajar el susto. Alberto los confronta al día siguiente y les dice con cierta sorna:

—Echaron a perder todo el asunto, ese entierro ya no se va a poder sacar, las ánimas que lo cuidan lo cambian de lugar, vayan ustedes a saber para dónde se lo llevaron.