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Luis D’or: el final



Luis no podía creer lo que sus ojos—

 La distancia entre el amor y el odio, es solo un pas.



MIENTRAS QUE  Luis iba alegremente manejando su tráiler por las carreteras de México, acariciando su dulce sueño de que ya pronto podría mostrarle a “La Gitanita” los maravillosos paisajes que ofrece La Sierra Madre Occidental; su padre, don Ramón, era presa de una profunda depresión: Ya no era el hombre que caminaba por las calles erguido, con la frente en alto, y saludando a todo el mundo; ahora, estaba triste, muy triste, y caminaba cabizbajo. Hacía su trabajo en la compañía con la eficacia de siempre, pero muy callado. Ya no hablaba con sus compañeros excepto en lo que era absolutamente necesario. Dejó de ser el hombre alegre y dicharachero que a todos hacía reír con sus chistes. El hombre que por su experiencia, siempre estaba dispuesto a dar instrucciones de cómo hacer tal o cual trabajo. Por las noches, solo en su recámara, conversaba consigo mismo y se preguntaba; qué hice mal, cuál fue mi error. – No hubo error, – alguna vez le dijo uno de sus viejos amigos, – “cuando los pájaros crecen, vuelan y se van del nido.” Cuando Luis regresaba de alguno de sus viajes, ahí estaba él, esperándolo con ansia y  haciendo un gran esfuerzo para no evidenciar su sufrimiento, y hablaba con él como si nada estuviera pasando; sin embargo, las bromas desaparecieron por completo; ya no más chistes, ya no más camaradería, ya no más risas, ya no más palmadas en la espalda, y ya no más luchas cuerpo a cuerpo como si fueran dos adolescentes.

– Todo va a volver a la normalidad cuando él vea que Águeda realmente es una buena mujer, – pensaba Luis.

Pero, ni siquiera el hecho de que “La Gitanita” no le sabía dar razón de cómo iban los preparativos para la boda, le hacía abrir los ojos. – Pregúntale a mi mamá,- decía, – ella se está encargando de todo. Tampoco le dijo nada del vestido de novia y del sombrero cordobés. – Le daré una sorpresa, – pensaba “La Gitanita”.

El Mariachi Dorados de Chihuahua, (el mejor del estado) y un grupo de rock and roll fueron contratados para amenizar la boda. “La Gitanita” exigía lo mejor sin importarle el aspecto económico. Los padres de Águeda, don Ramón, y en mayor proporción Luis, corrieron con todos los gastos, gastos exagerados y desmedidos, tanto para los padres de ella como para don Ramón; más no así para Luis que en su ceguera, estaba dispuesto a complacerla en todo.

El día que “La Gitanita” entró en la iglesia del brazo de su padre un ¡aaah! retumbó por todas las paredes del templo. Sin duda, ella tomó aquella exclamación como señal  de aprobación. Caminó por el pasillo sonriendo, y tratando ridículamente de imitar a las modelos de modas. No podía estar más equivocada, porque aquel ¡aaah! fue de desaprobación, cuando menos para la mayor parte de los asistentes. Aquel  hombre llevó del brazo a su hija, su hermosísima hija, la más bella del pueblo quizá, pero lejos de sentirse orgulloso, sentía tristeza y vergüenza. Don Ramón, al verla, agachó la cabeza, se sentó, y así permaneció por el resto de la ceremonia. El sacerdote no pudo evitar un gesto de desagrado al verla vestida de aquella manera.

Había un contraste muy evidente entre los invitados de la novia, y los invitados del novio:

Las edecanes de la novia eran muchachas frívolas igual que ella; vestían en ese momento, y por capricho de “La Gitanita”, a lo cordobés: todas de negro, con pantalones muy ajustados y adornados con cinturones de seda color rojo chillante y con sombreros negros adornados con cintas rojas también. En cambio los acompañantes de Luis iban vestidos con smokings negros, con toda propiedad, y muy elegantes. Luis llevaba un smoking blanco con una rosa roja en el ojal.

La distancia entre el amor y el odio, es solo un paso.

Luis no podía creer lo que sus ojos estaban viendo al ver a “La Gitanita” venir por el pasillo del brazo de su padre; se quedó anonadado, apabullado, y  avergonzado. El padre de Águeda se la entregó sin decir nada, simplemente ahí la dejó, y fue y sentó con su esposa que lloraba en silencio. No obstante todo eso, el cura procedió con la ceremonia, pero antes, y en voz baja, le dijo a la novia: – ¿Es que acaso estás loca?

– Hágalo mío, – dijo Águeda, sonriendo maquiavélicamente y en voz baja también, – eso es lo que me importa.

Don Ramón no asistió a la recepción. Se fue a su casa, y se encerró en su alcoba. No pudo soportar más el ver a su querido hijo deslizarse por la pendiente  de la infelicidad y  la desgracia. Las personas mayores, y algunas no tan mayores se retiraron cuando el mariachi fue despedido después de tocar por lo menos unas dos horas. Entonces, cuando el grupo de rock comenzó a tocar, todo fue una locura. La recepción se prolongó hasta la madrugada. El champán, el vino, y la cerveza corrieron como si fuera un río. La borrachera se generalizó, y como de todos es sabido, lo primero que pierde una persona ebria,  es la dignidad y la vergüenza. ”La Gitanita” no fue la excepción; le dio rumbo a su vestido de novia, se vistió con su atuendo a lo cordobés, y se puso a bailar rock and roll de manera escandalosa.

– Estás haciendo el ridículo, – le dijo Luis en un momento dado, – vámonos para la casa, mañana tenemos que viajar.

– ¡¡¿Estás loco?!!- gritó Águeda, – ¡¡Esta es mi noche, y hago lo que se me dé la gana, vete tú si quieres!! ¡¡Es mío, es mío, y de nadie más!!

Luis sintió que el cielo se le caía encima, una ola de rabia cayó sobre ser, y en ese momento sintió lo que nunca jamás había sentido: deseos inmensos de matar. En ese momento cruzó del amor al odio. Luis ya no volvió a ser el Luis que todos conocían. Dejó de ser el Luisd’or; el Luis de corazón noble. Siguió siendo muy inteligente, muy trabajador, y sobre todo muy bien parecido; tanto que, la mayoría de las muchachas del pueblo, pensaban  que  casarse con Luis, era como sacarse la lotería, era como ganarse el trofeo más codiciado. Pero todo tiene su límite, y  aconsejado por uno de sus buenos amigos, optó por irse de ahí.

– Tranquilo, tranquilo, – le decía su amigo, – nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, y en este caso, ella es la que pierde. Déjame  te llevo a la casa, no creo que  puedas manejar.

Fueron directo a la casa de don Ramón. Luis se bajó del coche, y con la llave de la casa en la mano, se detuvo ante la puerta por algunos minutos. Finalmente regresó al coche.

– Llévame a mi casa, mi papá está dormido, no quiero molestarlo.

No, don Ramón no estaba dormido, estaba en la ventana observándolo, inclusive oyó cuando Luis dijo – no quiero molestarlo. – Eso le dolió  mucho a don Ramón.

– ¿Desde cuándo piensa M’ijo que es una molestia para mí? No es ésta la primera vez que viene tarde a la casa y siempre bromeamos por eso, “qué pasó anoche M’ijo, andaba con las muchachas verdá, ya sé, ya sé.” -Y así estuvo hablando consigo mismo hasta que el sueño lo venció.

Serían las diez u once de la mañana cuando una mujer tocó con insistencia a la puerta de la casa de Luis. – Luisito, – dijo la mujer, – usted no merece lo que le están haciendo, tenga, es la llave del cuarto número siete del hotel, ahí está ella, váyase sin dilación.-

La mujer era la manejadora del hotel, conocía a Luis desde que era niño, y era amiga de don Ramón. Era cierto, ahí estaba, mejor dicho, ahí estaban, durmiendo como si nada pasara. No se necesita ser un genio para imaginar lo qué pasó esa madrugada. Luis los estuvo observando por un buen rato sintiendo que la sangre le hervía en todo su cuerpo. Con todo aplomo y sin hacer ruido, agarró al hombre del cabello, le levantó un poco la cabeza, y en el momento mismo en que despertó, le zurrajó  el puñetazo que le quebró la nariz, y le tumbó dos dientes frontales. Luego, usando toda su fuerza, levantó la cama estando aquellos dos infames en ella, y la arrojó contra la pared.

Luis salió del cuarto con el rostro descompuesto y temblando de rabia y desesperación. Y desde ese momento, su corazón se llenó de odio y rencor hacia las mujeres. “La Gitanita” también cambió pero ya fue muy tarde. Se dio cuenta que habiendo tenido la felicidad en sus manos, no la supo aprovechar. Buscó el perdón de mil maneras pero nunca lo encontró. Fueron muchas las noches que fue a la casa de Luis, la casa que pudo haber sido de ella, la casa en la que pudo haber sido feliz por el resto de su vida en compañía de él, pero la puerta nunca se abrió para ella. Luis, continuó manejando su trialer  por las carreteras de México, sin alegría y sin entusiasmo, y maltratando mujeres por todas partes. Una fría mañana de invierno, encontraron a “La Gitanita” muerta de hipotermia en la puerta de la hermosa casita que pudo haber sido suya.

El espinazo del Diablo

—Edmundo Spencer

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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