Cada sermón comienza
en los momentos de la tranquilidad y la oración—
A mí, que soy menos que el más pequeño de todols los santos,
me fue dada esta gracia
de anunciar el evangelio
—Efesios 3:8
Todo predicador ha experimentado ese momento en el que se ha dado cuenta que su sermón ha tenido un buen efecto. Pero, sin duda, hay ocasiones en que también experimenta exactamente lo contrario: su sermón no ha tenido el efecto deseado. En la mayoría de los casos, el fracaso se debe a una pobre planificación. En lugar de tener realmente algo que decir, simplemente decimos cualquier cosa, y es allí donde está el problema. Tuvimos la necesidad de predicar la palabra de Dios, la gente tenía la necesidad de oír la palabra de Dios, pero al final, ninguna de las dos necesidades fue suplida. Sí, es cierto: hicimos oración, inclusive citamos la Escritura, pero nuestros esfuerzos fueron tan débiles como los del poderoso Sansón, corto de pelo, de vista, y de fuerza. Al parecer fue Lincoln el que insinuó que el predicador, cuando predica, debe hacerlo como si se estuviera defendiendo de un ataque de abejas: con toda su energía, con todo su interés, cien por ciento concentrado. Un hombre que está siendo atacado por un enjambre jamás pensaría en consultar el reloj. Sin embargo, parece que en nuestro caso, el predicador está siendo atacado, pero por un reloj que esta colgado en la pared. Si nuestra audiencia está ansiosa, seguramente es porque está impaciente porque terminemos.
Llámelo sexto sentido, si usted quiere, pero es un hecho que todo predicador sabe cuándo la interacción entre su audiencia y él, es la correcta, y cuándo no lo es. Sin embargo, en el análisis final, ningún sermón fracasa del todo—
“…así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mi vacía, sino hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” —Isaías 55:11.
Nada de lo que hacemos para Dios se pierde, de esto estamos seguros. Un sentimiento de euforia nos invade cuando nos damos cuenta que nuestro sermón ha dado en el blanco. Tanto la audiencia como el predicador están muy conscientes de cuándo el predicador realmente ha “luchado contra abejas”: “Bien, buen siervo y fiel…”
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Hable a la Audiencia |
Sin lugar a dudas, la audiencia es el motivo y la oportunidad de un sermón. Un discurso va más allá de propagar información, va más allá de simplemente delinear ciertos hechos. Por ejemplo, un discurso sobre ingeniería en computación seguramente no sería muy eficaz en un funeral. O, un abogado defensor hablando ante un tribunal acerca de cómo hacer una buena sopa de papas, muy pronto él mismo se encontraría en una sopa de mala práctica de ley. El predicador simplemente no puede ignorar la audiencia y las expectativas de ésta. ¿Qué pensaría usted si va a una nevería y pide una copa de nieve de vainilla y el mesero le sirve un plato de pescado arguyendo que a él le gusta más el salmón ahumado?
En el caso de un sermón, las cosas no son diferentes. Considere por un momento la perspectiva de alguien que visita un servicio de adoración: No es un miembro, y puede que sepa poco o nada de lo que Dios espera de él. Pero ha venido ante el Señor. Pablo exhortó a los Corintios a que tuvieran cuidado de lo que la gente pensaría de ellos si el servicio es confuso e inapropiado: “¿No dirán que están locos? (1 Cor. 14:23). Ignorar al visitante, es restarle honorabilidad al Evangelio. Andrew Blackwood en uno de sus muchos libros sobre cómo preparar sermones, sugiere cuatro razones por las que una persona puede visitar un servicio de adoración:
Desea adorar a Dios.
Viene buscando el perdón por vivir una vida equivocada.
Necesita el calor de un amigo verdadero.
Viene porque en la vida que lleva, ya no encuentra más respuestas.
Es obvio que cualquiera de estos cuatro motivos, muy bien puede ser la base para un sermón, pero consideremos el primero: “el visitante desea adorar a Dios”. Por supuesto que podríamos comenzar con cualquiera de los cuatro temas y el resultado del proceso sería básicamente el mismo.
La idea es que si comenzamos con un tema centrado en los visitantes, la preparación del sermón debe estar acorde con cada fase de esa preparación enfocada en la necesidad de nuestro invitado. Muy semejante a lo que sucede cuando alguien visita nuestro hogar. Hacemos todo lo posible por demostrar a aquel visitante que es bienvenido: Le ofrecemos la mejor silla, “siéntese aquí, siéntese allá”, decimos. Amablemente le ofrecemos el mejor trozo de carne, y para nosotros un buen plato de frijoles. Cuando sabemos que los visitantes vienen en camino, nos esmeramos en ser hospitalarios. Queremos que las personas se sientan bienvenidas. “Vuelvan a visitarnos cuando gusten”. En la iglesia las cosas no son diferentes. El centro de nuestra atención debe de ser aquel visitante que ha venido a adorar a Dios.
Nadie pensaría en acercase a un amigo personal y decirle, “Fíjate que estaba pensando en repollos y herramientas.” Es posible que nuestro amigo nos escuche por algunos minutos, nada más por pura cortesía, pero cualquier discusión que no tenga una importancia inmediata es simplemente una pérdida de tiempo. O, como dijo Pablo: “¿No dirán que están locos?” Cualquier tema, aun en conversaciones personales privadas, debe de tener algo de sentido. Otra cosa sería si mi amigo también estuviera interesado en repollos y herramientas. Entonces la conversación tendría algún sentido porque habría un interés común, y es posible que la conversación fuera “muy” interesante. Pero para la mayoría de nosotros, los repollos y las herramientas tienen tanto sentido como lo tiene un sermón que no tiene ningún propósito inmediato para una audiencia. Toda conversación, por trivial que sea, debe tener un sentido de interés compartido por ambas partes. En el caso de un sermón, el principio es el mismo. Es pues la audiencia, el motivo principal para pensar en darle forma a un sermón. Si una persona viene a adorar a Dios, y mi discurso está estructurado sobre ese tema, entonces podemos estar seguros de que el evangelio está siendo predicado, y no solamente eso sino que está siendo escuchado. No hay duda de que el evangelio debe ser predicado, pero debe de ser predicado a las personas.
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Comience antes de empezar el sermón |
Con lo ya dicho, la pregunta o las preguntas obligadas son: ¿Cómo puedo preparar un sermón que llene esa necesidad? Si adorar a Dios tiene que ser mi tema, ¿cómo puedo crear un mensaje centrado en ese tema? ¿Cómo puedo ayudar a ese visitante que ha venido con el propósito de enterarse más de las cosas de Dios? Realmente, basar un sermón en un tema en especial, no es demasiado difícil, todo es cuestión de pensarle un poco.
No, no estoy sugiriendo que se predique una serie de sermones basados en un tema en particular. No estamos hablando a cerca del tema o el contenido. Si la sopa es terrible, servir más sopa a nuestros invitados es empeorar las cosas. Predicar una serie de sermones mal preparados difícilmente puede ser la solución. Lo que menos se necesita es más sermones.
Estamos hablando de personas, de cómo suplir la necesidad de alguien que ha venido ante Dios a adorar. Dios nos da la oportunidad de hablar a una persona sobre su alma, pero en lugar de eso, hablamos sobre política, o sobre las condiciones del tiempo, o sobre si es correcto que la cena del Señor se sirva el domingo en la tarde. Muy bien podríamos estar hablando de repollos, o de reyes, o de que el mar está tan caliente que está a punto de hervir. No estamos menospreciando otros temas. Lo que estamos diciendo es que el mensaje debe ser apropiado para aquella persona, en la misma manera en que un sastre confecciona una camisa que le quede bien a la persona.
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Sepa cuándo parar |
Luego entonces, el primer paso en los preparativos de un sermón, es cerciorarnos de que necesitamos un tema que sea conveniente para una determinada audiencia. En nuestro escenario el tema es: Adorar a Dios. Nuestra audiencia, es esa donde hay uno o varios visitantes que han venido ante la presencia de Dios para adorarle. Tenemos pues, la talla de la camisa, también tenemos la tela. El siguiente paso es hacer los cortes necesarios, unirlos correctamente y de esa manera podremos apreciar un acabado coherente.
Y sobre ese “acabado coherente” hablaremos en otro artículo. Por ahora, es necesario concluir nuestro argumento. Es necesario terminar y hablar de la importancia de terminar, si no queremos que se nos critique de que no sabemos cuando terminar, o de ser verbosos, locuaces, inclusive tediosos. “Es muy aburrido”, podrían pensar.
La brevedad es el alma del ingenio y es también el alma de un buen sermón. No obstante; un sermón breve, no significa que sea mejor. Dos puntos y un poema podrían reunir las condiciones necesarias para una bonita plática, pero a duras apenas reúne las condiciones necesarias de un buen sermón. Brevedad no significa qué tanto tiempo podemos hablar. La cuestión es que es necesario un tema, y es imprescindible abordar el tema directa y rápidamente, sin desviación. Las Sagradas Escrituras nos dice repetidamente de cómo Cristo vivió y habló la palabra de Dios con rectitud. Hablemos tanto como sea necesario, pero hasta ahí nada más. La palabra del Señor logrará el propósito previsto. Dios se encargará de eso, no nosotros.
Predique con fe, predique con humildad, pero predique consciente de que no por hablar mucho va necesariamente a lograr mucho. Si el sermón no ha dado en el blanco, incurrir en divagaciones no ayudará en nada. De hecho, perjudica el mensaje que queremos comunicar.
Permítame citar un diálogo breve de Alicia en el país de las Maravillas—
El conejito blanco se puso sus lentes y preguntó: “Su majestad, ¿dónde debo comenzar?
“Empieza del principio”, dijo el Rey con gravedad, “Y sigue hasta que llegues al final y entonces, detente”.
Con este artículo, empezamos del principio y hemos llegado al final, y es por eso que aquí nos detenemos. Así como en todo sermón debe saber cuándo parar, lo mismo debe ser en un artículo sobre cómo predicar un sermón. Terminaremos pues, con la promesa de regresar en otra ocasión. Finalizamos con las famosas palabras de John Donne—
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“Predico como si nunca más fuera a predicar otra vez
Como un hombre moribundo a hombres moribundos”.