La historia de un niño pequeño
Sus peleas y aventuras—
El bolerito tiene permiso de parte de algunos propietarios de cantinas para entrar en sus negocios en busca de clientes, como el “Nevada” del señor Muñoz, “Los Compadres” del señor Rodríguez, o “El Toreo” de don Gonzalo. Esto no es muy recomendable porque a veces en las cantinas, surgen pleitos muy feos. Las peleas entre adultos casi siempre llevan la intención de matar, por eso no se siente a gusto cuando está dentro de la cantina. Hace poco mataron un hombre en “El Nevada”, y hacía unos cuantos minutos que él había estado allí. Tiene sentimientos encontrados, porque, por un lado le habría gustado ser testigo de los hechos, por otro lado siente temor; – ¿cómo será ver morir a un hombre?, se pregunta a sí mismo. A veces tiene problemas con la policía. Está consciente de que los menores de edad no deben entrar en esos antros de vicio; pero, los clientes son muy buenos, porque, ya entrados en copas, dejan muy buenas propinas; así que, tiene que tiene que ponerse “aguzado” por si entra algún policía. Tres pesos por mes, y bolear a los policías gratis, le cuesta el “permiso” de la presidencia por trabajar en las calles. Tres pesos que se quedan en la bolsa de los policías porque los permisos se venden en la calle, eso lo sabía él, y le indigna, pero ¿qué puede hacer un niño contra el poder? No le queda de otra más que huir, sacarle la vuelta a los azules.
El bolerito ejerce su oficio los fines de semana en los meses de clases escolares, a veces le va bien si hay buenas propinas, como cuando lustra los zapatos a uno o dos gringos. A ellos les cobra un “nicle” pero siempre le dan una peseta, o sea tres pesos con diez centavos. El cobro por boleada para los co-nacionales es de veinticinco centavos, más la propina si es que le dan, aunque nunca la exige. Le gusta conversar con los clientes: -¿lo boleo, pues? Le prometo dejar los zapatos como espejos, hasta va a poder mirarse en ellos ¿sí?- Y si el cliente acepta, le platica de sus aventuras, cosas de niños, claro. También trabaja a domicilio, especialmente cuando el frío es intenso, y también tiene su estilo de ofrecer sus servicios: -Le vine a bolear los zapatos, todos los que tenga, a veinticinco centavos el par, se los dejo bien brillantes y le prometo no ensuciar el piso.- La idea de trabajar a domicilio le vino cuando en una ocasión, en la calle, se encontró con una señora que traía los zapatos desteñidos y algo raspados: -Si usted gusta, voy con usted a su casa, y ahí le boleo todos los zapatos que tenga, nomás que sean negros o cafés.- Le va bien en las casas porque no sólo le pagan su trabajo, sino que a veces le dan una tasa de café, o un vaso de leche con pan si es por la mañana, o un buen taco si es por la tarde. Lo único que lamenta el bolerito es que eso no lo puede hacer todos lo días, sino cada dos o tres semanas.
Ese mismo día, por la tarde, se cuelga su cajón de bolear y se dirige hacia la plaza con la esperanza de ganarse algunos pesos. Va limpio, recién bañado, con su pelo bien peinado y embrillantinado, zapatos viejos pero bien lustrados, pantalón de mezclilla parchado en las rodillas por tanto jugar a las canicas, una sudadera vieja bajo la camisa que más le gusta, la de rayas rojas, blancas y negras. Su andar es rápido, casi con prisa, sabe que pronto el día se acaba y le urge llevar dinero a la casa. En la plaza hay mucha gente, y eso le extraña porque todos están mirando hacia la iglesia. -¿Qué está pasando?- pregunta, sin dirigirse a nadie en especial, -están dando los “crismes” a los niños,- contesta una voz de mujer. A la entrada de la iglesia hay una línea más o menos larga de niños de todas las edades, algunos son tan pequeños que sus mamás están allí con ellos. El bolerito ni tardo ni perezoso, olvidándose de su trabajo, va y se forma con todo y su cajón colgando del hombro, -otra bolsita de cacahuates no me cae mal,- pensó. De repente sintió un tirón que le rompió la camisa, – ¡ tú no debes de estar aquí porque nunca vienes a la doctrina!- Le dijo, casi gritando, una catequista, y lo sacó de la línea. El bolerito cruza la calle y se sienta en la orilla de la banqueta, avergonzado y preocupado. De la iglesia sale un hombre alto y delgado vestido con una sotana negra que le cuelga hasta los pies. El cuello de la sotana es de un rojo chillante, y algo en la cabeza como para cubrir la calvicie, rojo también. El hombre se dirige directamente a él, su andar es lento, algunas mujeres interrumpen su paso momentáneamente para besarle la mano. El bolerito se pone de pie, – ¿lo boleo pues? – le pregunta ingenuamente. El hombre, sin hacer caso a la pregunta, lo mira fijamente, – ¿por qué no estás en la línea, acaso no quieres que te den los “crismes?” – Allí estaba pero me sacaron de un tirón y me rompieron la camisa porque yo nunca vengo a la doctrina. Yo boleo los sábados y los domingos, – dijo el bolerito con un dejo de coraje, – ahora tengo miedo de llegar a mi casa porque mi mamá me va a pegar porque llevo la camisa rota.- El hombre dio media vuelta y se metió en la iglesia. El bolerito tomó su cajón, se lo colgó al hombro y se fue para su casa, con la congoja dibujada en su cara, – crismes,- dijo. —Edmundo Spencer
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