Dos Damas




»No es bueno que,

el hombre esté solo«Génesis 2:18





EN esta tarde de verano, tarde caliente y sofocante como son todas las tardes en esta época del año, estoy sentado en esta vieja silla mecedora de mimbre, bajo la sombra de este frondoso árbol que parece sombrilla. El árbol es un ciruelo macho que planté hace ya muchos años, y lo he cuidado con mucho esmero hasta convertirlo en lo que ahora es; una hermosa sombrilla. Este es mi lugar favorito para meditar, para pensar, y hasta para conversar, aunque siempre lo hago en voz baja. Quizá algunos piensan que estoy loco, pero no, no estoy loco. No saben que converso con dos damas que hace tiempo llegaron a mi vida.

Esta mecedora hace mucho ruido. Supongo que todas las sillas de mimbre hacen ruido. A veces pienso que los rechinidos se escuchan hasta muy lejos. Dicen que hablo solo, ¿y eso qué? ¿Acaso no es casi normal que todos los hombres viejos hablen consigo mismo? Yo mismo soy un viejo, un viejo de casi setenta años, con todos los achaques propios de la senectud. Vivo relativamente solo. Digo relativamente; porque, aun cuando mi esposa vive conmigo, me siento solo… muy solo.

Me gusta mucho conversar con Soledad. ¡Oh! Perdón por la introducción abrupta del personaje. Olvidaba decir que así se llama una de las damas que hace tiempo llegaron a mi vida. Soledad es invisible. Nadie la puede ver, pero se puede sentir su presencia. A veces pienso que yo mismo soy invisible. Soledad me preocupa un poco… porque parece que me estoy acostumbrando a ella.

Creo sinceramente que la amistad de Soledad es adictiva; porque, como digo, me gusta mucho conversar con ella. Es muy triste estar rodeado de gente y sin embargo, sentirse solo. Pero no me quejo, Soledad está conmigo, y con ella converso, porque ella sí me escucha. Cuántas veces está uno hablando creyendo que te están escuchando y no es cierto. Es tan fácil saber que no estás siendo escuchado. Como cuando la persona con la que estás conversando dirige la mirada hacia algo sin importancia, o te interrumpe con algo que nada tiene que ver con el tema que se está tratando, o un bostezo fingido, o un estirar los brazos etc., etc. Escuchar con atención es una muestra de respeto, y eso es muy importante.

“¡Oh! Mi querida Soledad. Tú sabes cuánto aprecio tu amistad. ¿Sabes? Creo que estoy adicto a ti. Déjame te cuento: – No hace mucho mi casa se llenó de gente, gente conocida, como familiares y amigos. Me situé en un rincón de la sala para observar. Realmente esa fue mi intención, observar. ¿Crees que hice mal mi estimada Soledad? Todos hablaban y reían, algunos reían a carcajadas, otros inclusive gritaban. Los niños corrían por todas las piezas de la casa, algunos reían alegremente, y otros lloraban. El escenario era bellísimo, escenario lleno juventud, y de alegría. En un momento dado traté de intervenir en una conversación, pero nadie me oyó, nadie me respondió, ni siquiera voltearon a verme, ¿puedes creer eso, Soledad? Siento que lentamente he ido desapareciendo. Siento que como tú, mi querida Soledad, soy invisible”

“¡Oh! Mi querida Soledad, tú conoces mis cuitas, tú sabes de mis problemas, y también mis alegrías, porque yo te las cuento. Tú nunca me hablas, pero yo siento que te gustan mis historias, y siento también que me escuchas con mucha atención. ¿Te acuerdas cuando te hablé de mi niñez? Sí, yo sé que te acuerdas. Te conté que mi niñez fue…más o menos normal, que mi niñez no fue cien por ciento feliz porque en mi casa éramos muy pobres, que a veces había que comer, y a veces no. Tú sabes mi estimada Soledad que yo comencé a trabajar cuando era apenas un niño. Vendiendo pan por las casas muy tempranito en aquellas frías mañanas. No, mi querida Soledad, aquellos días no fueron felices. ¿Te conté que también trabajé de limpiabotas, de jardinero, de ayudante de albañil y de algunas otras cosas que desempeñé para sobrevivir? Sí, creo que sí te conté. Pero no todo fue infelicidad, mi estimada Soledad, hubo también algunos días en que mi niñez fue muy feliz. Nunca voy a olvidar aquel día de navidad en que mi padre me regaló un trompo, un trompo de tres colores: azul, blanco y rojo. Ese día fui inmensamente feliz, y aunque viva mil años, nunca lo olvidaré.”

“¡Ay! Mi querida Soledad, ¿quién pudiera regresar el tiempo para volver a ser joven? Tú sabes que este clamor flota alrededor del mundo en todos los idiomas y dialectos que existen. Mi padre solía decir esto mismo, y, seguramente, también mi abuelo y mi bisabuelo. Es solamente un sueño, (típico en los viejos) un sueño imposible; es solamente una ilusión. Sí, sí, Soledad, no te rías de mí, al fin y al cabo no está prohibido soñar. Te aseguro, mi querida amiga, que si yo volviera a ser joven, corregiría algunos errores que a estas alturas de mi vida, me tienen en una situación de completa insatisfacción. Uno de esos errores, y el peor si se quiere, fue el no haberme educado pudiéndolo haber hecho aun cuando esto implicara un gran sacrificio. ¡Sí se puede! ¡Sí se puede!

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“Bueno, Soledad, déjame platicar un poquito de mi juventud. Pero antes, déjame escribir aquí, las palabras de un poeta que me impresionaron mucho: ‘Juventud divino tesoro, ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer…’ Tú sabes, mi estimada Soledad, que la juventud es la parte más hermosa de la vida del ser humano. Tú estás enterada de mi vida de adolescente y de mi juventud. ¿Verdad que sí, estimada amiga? Siempre trabajando para sobrevivir como todo el mundo. A veces pienso que trabajaba tanto, que no tenía tiempo para tener una novia, pero luego me río de mi mismo, porque siempre hay tiempo para todo, lo que pasaba era que yo era muy tímido. ¿Puedes creer, Soledad? Le tenía miedo a las muchachas. No era como otros muchachos muy aventados con las muchachas. Yo tenía algo así como miedo de hablar con ellas, quizá por los complejos que trae consigo el hecho de ser de condición humilde. Equivocado estaba yo, porque cuántas muchachas ha habido y seguirá habiendo que también son de condición humilde y que esperan que el hombre que les toque por compañero sea honesto, sincero, y trabajador. Y todas esas cosas y otras además le platico a esta compañera que hace mucho tiempo llegó a mi vida. Yo me imagino que Soledad es una mujer muy bonita. Como digo; hace mucho tiempo que llegó a mi vida y ya no quiero que se vaya. ¿Cómo se le llama a ese sentimiento? ¿Amor? ¿Estoy enamorado de Soledad? Probablemente.

Hasta el viento parece estar de acuerdo conmigo, porque sopla suave y agradablemente fresco. Los rechinidos de la mecedora se siguen escuchando pero no me importa, realmente no me molestan. Lo que sí me molesta mucho es la presencia de la otra dama, su presencia es odiosa, y repulsiva. Ella me visita esporádicamente. No es como Soledad que siempre está conmigo. A decir verdad, no me gusta cuando viene porque es muy entremetida. Esta sí me habla, y lo hace de muy mal modo. A veces siento que me grita. No, definitivamente no me gusta esta dama, es muy mala consejera. El problema es que siempre viene cuando yo me siento especialmente triste, viene cuando la tristeza me embarga. ¿Qué hombre viejo no se siente de esa manera de vez en cuando?

Y es entonces cuando esta odiosa dama viene y me dice que mi situación es pésima, que mi vida no tiene sentido, que es algo así como estar en una prisión de alta seguridad de la cual no hay manera de salir, que la única forma de salir de esa prisión es el suicidio. Y yo argumento con ella fuertemente, y le digo que yo no puedo hacer eso porque no soy cobarde, nunca lo he sido. Pero acá dentro de mí cruza por mi mente, por muy breves momentos, una cierta admiración por los que han optado por ese medio cuando la situación es insoportable. Y la odiosa dama parece que me adivina el pensamiento y me anima con insistencia a que lo haga. Me pone argumentos que aparentemente son convincentes. Me dice que un hombre que ha perdido su dignidad, que ha perdido su honor y que no se le respeta ni en su propia casa, no merece vivir. “Estás completamente equivocada; porque, yo tengo dignidad, honor, y respeto. Es cierto que siento que soy invisible, pero esa no es una razón justificada, para que yo haga lo que tu dices.”

Esta molesta dama es como una nube negra y espesa que se posa sobre mi cabeza y me aplasta sin misericordia. “¡¿qué ganas con vivir así?!”, me dice a gritos. Y en un tono medio burlón me dice: “has caído en un hoyo muy profundo, no vas a poder salir; así que, muérete mejor,” Y yo le contesto con un rotundo ¡¡NO!! También gritando, ¡¡yo no soy un cobarde!! Entonces me calmo un poco, y no hablo más con esa dama, y comienzo a pensar: Hay formas dignas de salir de esa prisión de alta seguridad, o de ese hoyo profundo. Pero la terquedad de esta dama no tiene comparación, es peor que una mula, no escucha mis razonamientos, y continúa animándome a que me haga daño. Y es entonces que me entra una especie de rabia, de coraje, que se evidencia cuando con energía me levanto de esta silla mecedora de mimbre que hace tanto ruido, y me pongo a trabajar en el patio de mi casa, y trabajo duro, muy duro, hasta el agotamiento. Esa es una forma digna de deshacerse de esa horrible dama. ¡Oh! Olvidaba (¿olvidé otra vez?) decir el nombre de esta odiosa dama. Su nombre es muy feo, tan feo como ella misma: MELANCOLÍA.

 

Edmundo Spencer

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