¡pero no de esta manera!—
Y tantas otras cosas que realmente no me gusta hacer,
pero que las hago de cualquier manera.
AQUEL hombre estaba postrado en una cama vieja de hospital. Estaba solo, pensando en su triste situación. ¿Qué más podía hacer? En el único rincón vacío del cuarto de aquel viejo hospital, había una silla de estilo antiguo que claramente se notaba que necesitaba una mano de pintura, y al lado derecho de la cama, un trípode de donde colgaba una bolsa de plástico con una manguerita que venía a dar hasta su mano derecha. Se dio cuenta que era suero lo que estaba entrando en su cuerpo a través de una aguja hipodérmica. Había en la pared que estaba a la cabecera de su cama, algunos instrumentos que tenían foquitos rojos que se prendían y se apagaban constantemente. Había también, en esa misma pared, algo que para él, era una televisión en miniatura por la que cruzaba un línea verde que subía y bajaba como si alguien estuviera escribiendo una serie interminable de ‘u’s. El hombre se daba cuenta de todo eso; sabía que estaba en un hospital, pero no sabía por qué estaba allí. Eso lo llenaba de inquietud y desesperación. Quería hablar, pero de su garganta no salía ningún ruido. Quería gritar, pero no podía. De sus ojos no brotaban lágrimas, pero el hombre sabía que estaba llorando desesperadamente. Quería moverse, pero su cuerpo no le respondía, estaba paralizado. Deseaba de alguna manera llamar la atención, de comunicarle a alguien, que estaba consciente.
Optó por tranquilizarse un poco, y se puso a sopesar los pros y los contras de su situación. “Todo en mí no funciona, excepto la vista y el oído, pero ¿cómo hago para comunicarme?” En eso la puerta se abre, y entra un médico y una enfermera con sendas carpetas en las manos, escribiendo algunas cosas, y revisando los instrumentos. La enfermera, como hablando consigo misma, dice: “Ha sido larga la agonía de este hombre.” Y dirigiéndose al doctor, le pregunta: ¿Como cuánto tiempo más cree usted que viva? “No podría precisarlo”, dijo el médico, “hay personas cuya agonía se prolonga por muchos días, a veces meses. Conocí a una mujer cuya agonía duró más de un año, todo depende de la condición física que se tenga. El cuerpo siempre se resiste a morir.” “¿Cree usted que se recupere?” Pregunta la enfermera. “Olvídelo, su agonía es lenta pero segura, tarde que temprano morirá. Posiblemente nos esté viendo o escuchando. El hecho de que su pulso a veces se acelere, puede ser indicación de desesperación, aunque no siempre, a todo el mundo se nos acelera el pulso de vez en cuando sin razón aparente.” Dijo esto saliendo del cuarto.
“Estoy en agonía, siento que estoy temblando, me estoy muriendo, ¡¡qué me pasó!!! ¡Qué importa eso! El asunto es que me estoy muriendo, que me quedan pocos días en este mundo. ¿Qué puedo hacer? Nada, excepto pensar; llenarme de desesperación, de impotencia ante lo irremediable. Pero, ¡qué forma de terminar mis días en esta tierra! Esto que me está pasando no se lo deseo ni a mi peor enemigo, si es que tengo alguno por ahí. Ahora entiendo lo que dijo la monja poeta: “Me muero porque no me muero.” ¡¡Y mi mujer, y mis hijos, qué va ser de ellos sin mí. Claro, no fui el mejor esposo, ni el mejor padre, pero tampoco el peor. Los amo mucho, y estoy seguro que ellos también me aman, así es como debe ser. Somos una familia común y corriente, nada extraordinario, pero digna. Respetamos los valores morales. Mis hijos están conscientes de que en la casa, la máxima autoridad es la de los padres. Ellos mismos lo han dicho, aunque no en mi presencia, “nuestros padres son padres de a de veras”. ¡Ya no voy a sentir ese orgullo de sentirme amado y respetado en mi casa! Deseo desde lo más profundo de mi alma, que les vaya de lo mejor después de que yo les falte. Siempre pensé que algún día tenía que morir, ¡¡pero no de esta manera, caramba!! Se me antoja cruel, morir así, dándome cuenta de todo lo que está pasando alrededor de esta triste cama.
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Cuántas cosas ya no voy a poder hacer, como irme a la cama pensando en ese odiado despertador. Raspar el hielo del parabrisas en invierno; cortar el césped, limpiar el patio, tirar la basura, etc., etc. Y tantas otras cosas que realmente no me gusta hacer, pero que las hago de cualquier manera. Nimiedades, si se quiere, pero qué importantes en estos escasos momentos de mi vida. Ya no voy a ver salir el sol todas las mañanas cuando voy al trabajo. Me encanta ver la luna llena desde el porche en compañía de mi amada esposa. Es maravilloso contemplar las estrellas cuando la noche es realmente oscura, siempre buscando un cometa, o una estrella errante, {pajita}. Ya no voy a disfrutar de las sabrosas comidas que prepara mi esposa; de la alegre compañía de los familiares y amigos; de las ocho horas diarias de trabajo; de la tranquilidad que se siente al sentarse al frente del televisor para ver las noticias, o una buena película, o un buen partido, o una buena pelea de box. O si no hay nada bueno en la televisión, como suele suceder muchas veces, gozar de la lectura de un buen libro.
No, no me resigno a morir. Todavía tengo muchas cosas por hacer. Sobre todo ayudar a mis hijos a salir adelante. ¿Qué van a hacer sin mi apoyo? Claro que pueden triunfar sin mi ayuda, pero les será más difícil. ¡Cómo me duele no poder ayudarlos más! Y mi mujer, ¿qué va a hacer sin mí? Caray, ¡qué desesperación! Pero, ¡que duro es estar en esta situación! Siento como si estuviera temblando de desesperación. No puedo explicar este sentimiento. Estoy todo lleno de desesperanza. Lloro sin llorar. Siento que grito con toda mis fuerzas, pero no me escucho. ¡¡Auxilio por favor, ayúdenme por favoooooor!!
Era viernes. No trabajaba el día siguiente. Tenía ganas de dormir mucho. Tenía la idea de que cuando soñaba, era cuando más profundamente dormía. Sabía cómo soñar, colocando la almohada parada, así a lo largo, y descansando su cuello, haciendo que la almohada hiciera una curva, enredando su cabeza. Lo que no podía hacer, era seleccionar los sueños. Pensaba que sería maravilloso irse a la cama con planes de soñar de esto o de lo otro. Despertó bañado en lágrimas, y se prometió a sí mismo, no volver a colocar la almohada de esa manera. Saltó de la cama y corrió a la cocina donde estaba su esposa preparando un sabroso almuerzo, y le dio un amoroso abrazo.
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Edmundo Spencer
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