Lolita and Chico




Necesitaban un buen motivo para salir
De las garras del alcohol, y lo encontraron

»Y si un hombre ofreciera todos los bienes de su casa a cambio del amor,
de cierto sería despreciado.« —Cantares 8:7






LOLA, o Lolita, como le decían desde niña, era hija única de un matrimonio muy modesto. En su casa no faltaba nada de lo necesario, su padre era “maistro” albañil y nunca le faltaba el trabajo.  Hombre trabajador, honesto y responsable. Lo que sí le sobraba a Lolita era belleza e inteligencia. ¡Caramba, pero qué bonita era Lolita! Todo hacía suponer que su futuro estaba asegurado. La número uno en la escuela, desde el primer grado. Sus maestros siempre la ponían de ejemplo, pero eso nunca se le subió a la cabeza, ella seguía siendo una niña sin complejos, con todos departía, con todos jugaba, sin sentirse superior a nadie. El día que fue escojida para decir una poesía a la bandera, un lunes por la mañana, fue todo un acontecimiento: -Banderita, banderita, banderita tricolor, me recueradas al anciano (Don Miguel Hidalgo y Costilla, el padre de la Patria Mexicana) que hizo libre mi nación, tenía blanca la cabeza, rojo fuego el corazón, y verdes las esperanzas que hicieron libre mi nación.- Le puso tánto sentimiento a la pequeña poesía, que terminó llorando. Ya en el salón de clases la mestra le pregunta: – ¿Por qué lloraste Lolita?- Lolita contesta con otra pregunta: -¿Por qué mataron a ese ancianito si era tan bueno?- Su cerebro era una esponja, todo absorbía. En aritmética, en geografía, en historia, en ortografía, en lectura, – “Corazón, diario de un niño”, libro de lectura de primer año, lo leyó todo, mucho antes que el año escolar terminara.- En todo aventajaba  a los demás. Se graduó de la escuela primaria con mención honorífica. Cursó la secundaria de igual manera: la más popular, la más bonita, la más inteligente.

     Pero ya no fue posible seguir estudiando, había que trabajar para ayudar en el sostenimiento de la casa. Las cosas, desde el punto de vista económico, habían cambiado un poco. Su padre ya no trabajaba con la misma continuidad de años anteriores, el trabajo era más escaso. Lolita consiguió empleo sin mucha dificultad en la tienda de abarrotes más grande del pueblo. Allí conoció a Fernando, cuatro años mayor que ella, joven atlético, deportista, sin vicios y no mal parecido; aunque un poco tímido e introvertido. Fue aquí donde comenzó lo que más tarde sería un tremendo calvario para Lolita. Se casaron cuando ella cumplió los dieciocho después de un tiempo razonable de feliz noviazgo. La felicidad de los dos llegó al máximo cuando nació Fernandito, fue todo un acontecimiento, hubo gran celebración en las dos familias.

Un buen día, o mejor dicho, un mal día, cuando Nandito tanía cuatro añitos de edad, sucedió un terrible accidente. Fernando venía de la capital del estado, manejando el camión grande del negocio, cargado hasta el tope con mercancía. Una falla mecánica en el sistema de dirección hizo que Fernando perdiera el control del camión, y en una curva se salió de la carretera. El vehículo dio varias vueltas por entre los peñascos y la maleza, Fernando murió instantáneamente. El golpe emocional para Lolita fue extremadamente fuerte. Se hundió en una tristeza indecible. Cayó en una depresión tan profunda, que por mucho tiempo no habló nada, ni con nadie, como si se hubiera quedado muda. Los padres de Fernando, en común acuerdo con los de Lolita, se hicieron cargo de Nandito.

 

 

 Lolita y Fernando tenían algunos miles de pesos ahorrados, pues había planes de comprar o edificar una casa. La compañía aseguradora del negocio le pasó a Lolita una compensación más o menos importante por lo del accidente. Lolita no sabía lo que era sufrir. En su niñez y en  su juventud fue muy feliz. En su corto matrimonio fue inmensamente feliz. “No es justo.” “No es justo” eran palabras que constantemente retumbaban en su mente. Sus padres decían que era lo único que hablaba cuando estaba dormida.

Desafortunadamente, Lolita, quien nunca había sentido los efectos del alcohol, comenzó a refugiarse en ese falso ambiente, animada, o aconsejada por alguna mala lengua, de las que nunca faltan. Su caída fue vertiginosa. En un tiempo relativamente corto, de la Lolita que todos conocían, ya no quedaba casi nada. Nunca más se volvió a ocupar de su arreglo personal. Su físico sufrió un deterioro horrible, se le veía demacrada, despeinada, sucia. Cuando caminaba por la calle todos se apartaban, pues a su paso iba dejando un olor nauseabundo, olor de cuerpo sin bañar revuelto con pestilencia de cerveza y licor de muchos días. Se prostituyó de la manera más horrible cuando se le acabó el dinero que tenía. Vendía su cuerpo por míseras monedas, o por unas cuantas copas de licor a hombres que también estaban hundidos en el mar del alcoholismo. Sus padres por una sola ocasión le llevaron al cura del pueblo para que hablara con ella, pero Lolita lo despidió con furia cuando éste le insinuó que Dios sabía por qué hacía las cosas, que Dios así quiso que muriera Fernando. –El Señor de Las Alturas no tiene la culpa de estas cosas,- le dijo Lolita, -usted no tiene ninguna razón para culparlo a El.

No es usted la persona indicada para ayudarme a salir de esta gran tristeza, tampoco lo es el alcohol pero me ayuda para no suicidarme, aunque prácticamente lo estoy haciendo poco a poco, pero tengo la esperanza de que algún día voy a salir de este abismo, no sé cómo ni cuándo, y si ese “cuándo” no llega, pues me muero y ya.-

Pobre Lolita, ya no era aquella muchacha inteligente que en otro tiempo fue. El alcohol poco a poco va destruyendo las células del cerebro y éstas ya no se reproducen, de ahí que la persona pierde inteligencia, pierde poder de razonamiento.

 

 

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Chico, el soldado




Negros y densos nubarrones amenazan con destruir mi ya muy precaria existencia- decía Chico cuando la cruda o resaca lo traía por la calle de la amargura.  Caray, pero qué feo era Chico, pero como él mismo decía: -Soy feo pero agradable,- y eso era muy cierto. De baja estatura, nariz chata que terminaba en punta en forma de gancho, sus ojos como de japonés, su boca era nada más una línea, sus labios eran tan delgados que parecía un simple corte hecho con una navaja. Era feo en toda la extención de la palabra. Cuando cumplió dieciocho años se dio de alta en el ejército y fue soldado hasta que se jubiló. El mismo decía que nunca había tenido novia, -quién se va a fijar en mí si soy tan feo.- Claro que tuvo algunos amoríos por ahí, pero siempre con mujeres de la mala vida. Al igual que Lola, poco a poco fue cayendo en las garras del alcohol, seguramente acomplejado por su fealdad.

En los principios de su incursión en el ambiente del alcohol se le notaba serio y taciturno, pero como de todos es sabido, lo primero que pierde un borracho es la vergüenza y la dignidad. Muy pronto se le vio haciendo payasadas por media calle. Cuando alguno, para divertirse, gritaba su nombre, Chico inmediatamente se ponía en posición de firmes y saludaba con el saludo militar. –Preeesente,- gritaba, con una voz algo chillona, y a la orden de ¡paaaso redoblado, ya! marchaba cual si fuera un soldado, marcando el paso con marcial donaire. Cualquier palo de escoba le servía de rifle, y ejecutaba los movimientos de “flanco a la derecha, flanco a la izquierda, o paso veloz.” No era nada raro verlo muy seguido con la cara golpeada, pues nunca faltaba un desalmado que le diera le orden de: “Peeecho a tierra, ya” y se dejaba caer sin siquiera meter las manos. Había ocasiones en que el espectáculo era suspendido por alguna persona de buena conciencia, evitando así el golpe de “pecho a tierra”.

En la soledad del cuartucho dondo vivía, que era propiedad de un hermano de él, Chico meditaba en su situación: -Si yo pudiera encontrar una compañera, una amiga con la que yo pueda platicar, a la que yo pueda decirle todo lo que yo siento, sin que se ría de mí, palabra que yo dejaba esta horrible vida que llevo, pero dónde voy a encontrar una mujer que no le repugne mi fealdad, dónde.- De su garganta salían sollozos apenas audibles, y así llorando se quedaba dormido.

Una tarde entró a la cantina de su preferencia con la intención de echarse, como decía él: “unos alipuses entre pecho y espalda.” La cantina estaba vacía, excepto Lolita que estaba por ahí en un rincón con la esperanza de que alguien le obsequiara una copa,  y el cantinero detrás de la barra. Chico y Lolita ya se conocían pero nunca habían intercambiado palabras. En esta ocasión a Chico le pareció que Lolita estaba muy triste, y se animó, con el temor de ser rechazado, a ofrecerle un “jaiboll” doble. Lolita, con manos temblorosas se tomó medio vaso de un solo golpe, y limpiándose la boca con el dorso de la mano, murmuró un -gracias Chico.- Chico en ese momento vislumbró la posibilidad de entablar conversación con ella. La mesa estaba pegada al rincón, así que tenía dos sillas nada más. –Me puedo sentar,- le dijo Chico a media voz. Lolita lo miró fijo a los ojos con una mirada llena de infinita tristeza. Con un “sí” que ni ella misma escuchó, le permitió sentarse. (Así lo entendió Chico, puesto que no le dijo que no)  Algo, en lo profundo de su nebulosa mente le dijo que Chico era la persona indicada para rehacer su vida.

Por algunos minutos no se dijeron nada, ni siquiera se miraban el uno al otro. Chico se sentía tan torpe, y era natural que así fuera, pues él nunca había tenido una novia formal. Definitivamente no sabía cómo entabalar una plática con una mujer, y menos con Lolita porque de todos era sabido que su lenguaje era muy correcto y muy amplio. Pero no era eso lo que cohibía a Chico, porque también él tenía facilidad con las palabras pues durante los años de soldado leyó muchos libros y eso incrementó su vocabulario de manera importante. Además era muy dado a declamar poesías, tenía un repertorio más o menos surtido. No era nada raro verlo parado sobre una mesa declamando su favorita: “Juventud, divino tesoro que te vas para no volver…” Más bien el hecho de ser tan feo era lo que hacía que se sintiera de esa manera, entonces Lolita se vio forzada a tomar la iniciativa, y con dos “alipuses” entre pecho y espalda cada uno, no fue dificil que entraran en confianza.  Se platicaron de todo. Hubo momentos en que derramaron lágrimas, pero también hubo sonrisas, y hasta risas, como si hubieran sido camaradas de toda la vida. Ahí mismo hicieron la decisión de ya no tomar más.

La cantina se llenó de clientes y ya no fue posible continuar conversando tan íntimamente, así que decidieron salir del local, y por primera vez en su vida, se vio a Chico caminando por la calle con una mujer. Se fueron a la placita del pueblo, y ahí sentados en una banca, conversaron hasta ya entrada la noche. –Mira Lolita, antes de acompañarte a tu casa, te quiero decir algo que a mí me parece muy importante. Para salir  de esta triste situación, necesitamos ayudarnos mutuamente, pero sobretodo necesitamos la ayuda del Divino Poder, así le llamo yo a Dios, así que, esta misma noche, cuando te acuestes, habla con El, platícale de todas tus penas y pídele que te depeje el camino, yo haré lo mismo.- -El Señor de Las Alturas le llamo yo,- dijo Lolita.  Chico la acompañó hasta su casa, y prometieron verse al día siguiente para seguir platicando.

Pronto se hicieron novios, y la noticia corrió como reguero de pólvora por todo el pueblo. Las gentes los saludaban con cariño al verlos pasar por la calle tomados de la mano. La boda no se hizo esperar, y fue todo un acontecimiento. El dueño de la tienda de abarrotes, ya muy viejito, le regaló un vestido especial, muy bonito para el casamiento, y a Chico le compró un traje hecho a la medida. El hijo de Lolita que vivía en los Estados Unidos, ya conocía a Chico, sabía que no era bien parecido, pero cuando lo vio con el traje puesto, el día de la boda, y depués de darle un fuerte abrazo, le dijo con una voz fuerte: -Con ese traje, palabra que está usted bien guapo.-  Los padres de Lolita los invitaron a vivir con ellos, y por cinco años fueron muy felices. Desafortunadamente el alcohol ya había hecho estragos irreparable en el organismo de los dos. Chico murió de cirrosis hepática y Lolita cinco días después también murió de lo mismo y de tristeza además.

 

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Edmundo Spencer