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Luis D’Or: Continuación



Un Sueño Estupendo—

 

El padre de Águeda también le advirtió a Luis de su gran error:



LA tristeza, la preocupación, y la desesperación de don Ramón, llegó a su grado máximo y explotó. Ya no le fue posible sostener más la situación. Era evidente que su hijo, Luis, no le comunicaría lo que estaba pasando; así que, inesperadamente y con violencia golpeó la mesa con su puño, se puso de pie, y con voz fuerte, y la cara distorsionada por la ira, dijo:

-¡¡Oiga M’ijo necesitamos hablar muy seriamente. Ya hace un buen rato que he notado un cambio en su comportamiento, y he estado esperando con mucha paciencia a que usted, de su propia iniciativa, se acerque a mí, y me diga la razón de ese cambio. Pero antes de que usted diga algo, déjeme le digo que yo sé lo que está pasando, y lo que es más, estoy seguro que usted sabe que estoy enterado de la razón de ese cambio, y desde ya, le digo que usted, mi querido hijo, está equivocando el rumbo. Esa muchacha, definitivamente no le conviene!! –

Y era cierto, don Ramón tenía toda la razón del mundo.

La muchacha en quien Luis puso sus ojos para formar un hogar, se llamaba Águeda. (Bonito nombre) La apodaban “La Gitanita,” y también le hacía honor, no a su nombre, sino, a su sobrenombre. Muchacha bonita, de grácil figura, y de ojos verde claro. Tenía obsesión por vestir a lo cordobés, (de ahí el sobrenombre) con pantalones negros, o de color azul obscuro, o rojos, ajustados de manera que delinearan su figura. Tenía toda una colección de sombreros cordobeses de todos colores de fieltro fino. El sombrero cordobés es de ala ancha plana y de copa cilíndrica. “La Gitanita” era una experta en lo que tiene que ver con la combinación de los sombreros con el resto del vestuario. Sin duda, Águeda era muy bonita físicamente. Ella lo sabía y estaba orgullosa de ello; pero, tenía dos defectos de carácter: era demasiado caprichosa y coqueta. Fue hija única al igual que Luis; pero, a diferencia de don Ramón, sus padres la criaron demasiado consentida, le cumplían todos sus caprichos prodigándole todo lo que pedía. Nunca le enseñaron a ganarse las cosas, nunca le enseñaron que en este mundo nada es gratis. Sobre todo, y lo más importante, nunca le enseñaron los valores morales. Externamente, Águeda era muy bonita, pero interiormente, era fea hasta decir basta: Su personalidad, su alma, y su carácter. Todo mundo sabía eso, inclusive Luis, de ahí la decepción de don Ramón y de las gentes que conocían a Luis.

-¡¡Mire M’ijo, déjeme le digo algo más, dice don Ramón, con su peculiar acento norteño, – usté sabe que yo lo quiero mucho, y que deseo lo mejor para usté en este mundo. No es cosa de que yo me quiera meter en sus asuntos personales, no quiero que piense que soy un entremetido, pero usté es M’ijo, y a mí me importa mucho todo lo que a usté le pasa; en otras palabras, a mí me afecta mucho lo que usté anda haciendo, me afecta mucho porque me pone muy triste, y muy preocupado. A mí no me importa la vida de los demás siempre y cuando no se metan conmigo; pero, en este caso, esa muchacha está destruyendo nuestras vidas aun antes de que usté se case con ella y es por eso que respingo; aunque, a las claras se ve que usté me considera un entremetido, y eso, pos… duele… y mucho. ¿A poco usté no sabe la fama que corre esa “gitanita”? Usté sabe perfectamente que la fama que esa muchacha tiene, no es por ser buena persona, ¿o, no? A mi modo de ver las cosas M’ijo, usté no está enamorado, usté está fascinado, usté está encantado por la belleza de esa muchacha. Una cara bonita no hace de una mujer una verdadera mujer, y lo mismo sucede con el hombre. Desde que su madre murió, me prometí hacer de usted un hombre de verdad, y creo que lo logré M’ijo. Para mí, usté es un buen hombre, y merece una buena mujer como compañera. Creo que merezco una explicación. Dígame que es lo que está pasando. No me haga pensar que toda la educación, todos los consejos, y todas las instrucciones que le he dado por tantos años han caído en un saco roto. Hábleme M’ijo, dígame, platiquemos como siempre lo hemos hecho, ¿Pos qué no ve que me está llevando la fregada por dentro?

Luis, con su cara bañada en lágrimas no acertaba qué decir; un tumulto de sentimientos encontrados laceraba su cerebro despiadadamente. Él sabía que su padre tenía razón. Pero no tenía argumentos suficientemente convincentes para persuadirlo de que al menos, en esta ocasión, él estaba equivocado. Y con voz entrecortada y con mucho respeto dijo:

– Mire apá, quiero que sepa que yo estoy consciente de su preocupación, también estoy consciente de fallé al no acercarme a usted para ponerlo al tanto de mi relación con Águeda. Sinceramente apá… le… ruego que me perdone. Águeda y yo hemos sostenido algunas conversaciones en las que usted está incluido, y hemos discutido la posibilidad de que usted no aceptaría nuestra relación por razones obvias; lo que más, ella con lágrimas en sus ojos me ha dicho que ya está hastiada de esa vida loca que lleva. Me ha dicho también que tiene un gran respeto por usted, y que está dispuesta a ganarse su cariño a costa de lo que sea. Ella dice que usted es un hombre de honor, un hombre digno que merece todo el respeto del mundo. Águeda y yo apá, estamos profundamente enamorados y hemos decidido casarnos. Yo creo firmemente que el amor hace milagros. Yo estoy seguro que Águeda ha cambiado. Dentro de no mucho tiempo, usted, apá, me va a dar la razón. Apá…quiero… pedirle… con todo respeto, que vaya a la casa de Águeda, y pida su mano para podernos casar.

– ¡Cuando…usted…diga…mi…querido hijo, – dijo don Ramón con voz ahogada, se dio media vuelta y salió de la casa.

Don Ramón no se convenció del supuesto cambio de “La Gitanita,” y con todo el dolor de su alma, se hizo acompañar por el presidente de la compañía para pedir la mano de Águeda. Los padres de “La Gitanita” dieron el sí sin ninguna muestra de alegría o de felicidad. También ellos dudaban de que aquella unión fuera el principio de una felicidad duradera para Luis y para Águeda. Al menos en una oportunidad, la madre de Águeda, le hizo saber a Luis su aprehensión.

– Luisito, – le dijo con mucho amabilidad, – Águeda no lo va a hacer feliz. Le digo esto porque usted es un joven muy bueno, ella no lo merece; ella es muy caprichosa, muy voluntariosa, y sobre todo, muy terca. Y todo por mi culpa. Lo siento tanto.

–No se preocupe señora, – dijo Luis, – yo voy a hacer que cambie, ya lo verá, como le dije a mi papá, “el amor hace milagros.”

El padre de Águeda también le advirtió a Luis de su gran error diciendo,

– Mire Luis, yo sé que el amor hace milagros como usted dice, pero también sé que “el amor es ciego” y con todo el respeto que usted se merece, déjeme le digo; usted está ciego. El gran error de mi vida fue el haber malcriado a Águeda. Ella no lo va a hacer feliz, dispénseme que se lo diga. – También, al igual que don Ramón, tenía toda la razón del mundo.

“La Gitanita” no quiso saber nada de los preparativos de la boda; irresponsablemente, le ordenó a su mamá que se hiciera cargo de todo; arrogantemente exigió una boda suntuosa sin importarle un comino el exagerado gasto económico. – Quiero algo nunca visto en Anáhuac, – decía. También exigió un vestido de novia de corte español, pero sin velo. Personalmente lo escogió cuando viajó con ese propósito a la capital del Estado, acompañada de su madre. De los preparativos de la boda, fue eso en lo único en que participó.

– ¿Cómo es que no vas a llevar velo? – Dijo la mamá sorprendida, – un vestido de novia sin velo rompe la tradición; el vestido de novia con todo y velo simboliza virtud, honorabilidad, y decencia. Nos estás poniendo en vergüenza. ¡Es increíble lo que estás haciendo!

– ¡A mí no me importa! – Gritó “La Gitanita”, ahí a media tienda, – ¡voy a llevar un sombrero cordobés, ya lo tengo!

El sombrero cordobés era de color blanco chillante con una banda rojo chillante enredada en la copa, y colgando por un lado. Mientras tanto, Luis viajaba por las carreteras de México, transportando los productos de Celulosa de Chihuahua: papel para escribir, papel higiénico, papel para envoltura, cartón, etc. etc. Su máximo placer era manejar su tráiler por las peligrosas carreteras de la Sierra Madre Occidental. La adrenalina le subía a torrentes especialmente en “El Espinazo del Diablo” que está en la carretera 40 que une la ciudad de Durango con Mazatlán, Sinaloa. Luis soñaba el día en que pudiera llevar a Águeda por esos lugares que ofrecen espectáculos maravillosos; gigantescas barrancas a ambos lados del camino; espectaculares montañas, y profundos desfiladeros que parecen cortados con cuchillo.

—Edmundo Spencer

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